Hay algo que he observado en estos más de 15 años acompañando a personas en consulta: la supervisión no es un “trámite” para recién graduados ni un “extra” que nos damos cuando algo va mal. Es una necesidad profesional. Y lo es por una razón muy sencilla: porque trabajamos con personas, con su dolor, con sus historias complejas. Y a veces, por mucho que sepamos, por mucha formación que tengamos, nos quedamos atrapados.
El caso de Laura: cuando la técnica no es suficiente
Laura es psicóloga desde hace 8 años. Vino a supervisión porque tenía un caso que la bloqueaba completamente. Me dijo: “Sé qué hacer técnicamente, pero algo no funciona. Me siento perdida, y cada sesión con esta paciente me deja más frustrada”.
El caso era una mujer con ansiedad crónica que no respondía a ninguna intervención. Laura había probado todo lo que sabía: reestructuración cognitiva, exposiciones graduales, mindfulness… Nada. Y cada vez que salía de sesión se cuestionaba si realmente servía para esto.
Cuando empezamos a revisar el caso juntas, algo apareció rápido: Laura estaba tan metida en “solucionar” la ansiedad de su paciente que no estaba viendo lo que realmente había debajo. No era solo ansiedad. Había un duelo no procesado, una pérdida reciente que la paciente minimizaba constantemente. Y Laura, sin darse cuenta, había entrado en el mismo patrón: enfocarse en los síntomas y dejar de lado la raíz.
¿Eso la convertía en mala terapeuta? Para nada. La convertía en humana. Porque cuando estás metido de lleno en un caso, cuando te importa genuinamente ayudar, a veces pierdes perspectiva. Y ahí es donde la supervisión se vuelve esencial.
¿Para qué sirve realmente la supervisión?
La supervisión no es que alguien te diga qué hacer. No es una clase magistral ni un examen. Es un espacio para recuperar la mirada que perdiste cuando te metiste demasiado en el caso.
Te ayuda a:
Ver lo que no veías. Porque a veces estamos tan cerca del árbol que no vemos el bosque. La supervisión te saca del interior del caso y te ayuda a verlo desde fuera, con ojos frescos.
Trabajar la contratransferencia. Eso que te remueve del caso, lo que te genera incomodidad, rabia, o incluso exceso de protección hacia el paciente. Todas esas reacciones dicen algo, y necesitas procesarlas para no actuar desde ahí.
Prevenir el desgaste profesional. Porque acompañar dolor cansa. Y si no tienes un espacio donde vaciar, donde procesar lo que llevas encima, acabas quemado. Y un terapeuta quemado no sirve ni al paciente ni a sí mismo.
Mejorar tu eficacia terapéutica. Los pacientes se benefician cuando el terapeuta está supervisado. Cuando tiene claridad. Cuando no actúa desde la duda o la seguridad falsa, sino desde un lugar procesado y consciente.
No es solo técnica, es lo humano
He supervisado a psicólogos recién graduados y a profesionales con 20 años de experiencia. Y sabes qué tienen en común todos los que buscan supervisión de verdad (no porque sea obligatorio, sino porque lo necesitan)? Que entienden que esta profesión no es solo técnica. Es vocación. Es encuentro humano.
Y en ese encuentro, nosotros también estamos presentes con nuestras heridas, nuestros puntos ciegos, nuestras historias. Por eso necesitas un espacio donde puedas revisar no solo “qué hacer”, sino “qué te pasa a ti con este caso”.
Recuerdo a un psicólogo que vino a supervisión porque se daba cuenta de que con ciertos pacientes se ponía más directivo, más “rescatador”. Cuando exploramos juntos qué activaba en él esos casos, apareció su propia historia: un padre ausente que nunca estuvo cuando él lo necesitó. Y sin darse cuenta, estaba intentando “salvar” a esos pacientes de una forma que no era terapéutica, sino personal.
¿Era un mal psicólogo? No. Era un profesional consciente que quería trabajar sus partes ciegas. Y eso, precisamente, es lo que diferencia a un buen terapeuta: la disposición a mirar lo incómodo, lo que no queremos ver.
“Pero yo ya tengo experiencia…”
Esta es una frase que escucho mucho. Y entiendo de dónde viene. Pero te digo algo desde mi propia experiencia: yo misma hago supervisión. Con más de 15 años de práctica clínica, con una clínica que dirijo, con un equipo a mi cargo. Y sigo supervisándome.
Porque hay casos que se te escapan. Porque hay situaciones que no logras leer en toda su complejidad. Porque a veces te metes tanto en tu forma de trabajar que dejas de cuestionarte si hay otras posibilidades.
La supervisión no es para “los que no saben”. Es para los que quieren seguir aprendiendo. Para los que entienden que esta profesión es un camino de humildad constante.
La supervisión como acto de responsabilidad
Trabajamos con el dolor de otras personas. Entramos en sus mundos internos, en sus historias más vulnerables. Y eso conlleva una responsabilidad enorme.
No supervisarte es como operar sin red de seguridad. Puedes hacerlo, sí. Pero el riesgo es alto. Alto para ti (desgaste, burnout, cuestionamiento constante) y alto para tus pacientes (intervenciones poco efectivas, actuaciones desde la contratransferencia sin procesar, daño incluso).
La supervisión es un acto de cuidado. Hacia ti mismo como profesional, y hacia las personas que confían en ti para acompañarlas en sus procesos más difíciles.
¿Y ahora qué?
Si estás leyendo esto y algo resuena en ti, si te reconoces en esa sensación de estar atrapado en un caso, o simplemente si sientes que necesitas un espacio para pensar tu práctica con más claridad, la supervisión puede ser lo que necesitas.
No es un lujo. No es un trámite. Es un espacio de cuidado profesional y personal. Porque solo así la práctica clínica es sostenible, ética y efectiva.
Si te interesa saber más sobre cómo trabajo la supervisión, puedes conocer más en mi página de supervisión para psicólogos o escribirme directamente para una primera conversación gratuita.
Porque esta profesión es hermosa, pero también es dura. Y no tienes por qué transitarla en soledad.
