Los hombres se suicidan más.
Cometen más homicidios.
Mueren más en la calle.
Son mayoría en las cárceles.
Consumen más drogas.
Son más adictos a todo lo que los desconecta: alcohol, pornografía, apuestas, velocidad.
Están más solos.
Piden menos ayuda.
Y cuando por fin la piden, a veces ya es tarde.
¿Es casualidad?
No.
Hay un problema estructural con el género masculino. Y no, no se resuelve con más testosterona ni con más castigo. Ni tampoco negando la lucha feminista. Porque el feminismo no es el enemigo. El patriarcado sí. Ese sistema que asfixia también a los hombres, que les arranca la voz, que les enseña desde pequeños que sentir es de débiles y que el poder es sinónimo de control. Que no se llora. Que no se duda. Que no se cae.
Los datos no mienten
En 2023, en España se registraron 4.116 suicidios.
3.044 eran hombres. Es decir, el 73,9 % de las muertes por suicidio en nuestro país las protagonizan varones. (Fuente: INE)
Eso significa que los hombres se suicidan casi tres veces más que las mujeres.
Y no es nuevo. Desde 1980, más del 75 % de las muertes por suicidio en España han sido de varones.
Fuente: Revista de Psiquiatría y Salud Mental (Elsevier, 2020)
A nivel mundial, la situación es igual de alarmante:
Según la OMS, la tasa global de suicidio en hombres es de 12,3 por cada 100.000 habitantes, mientras que en mujeres es de 5,9.
Es decir, más del doble.
Y aún así… ¿cuántas campañas de prevención están dirigidas a ellos? ¿Cuántos programas educativos hablan directamente del dolor masculino, de su invisibilización, de su riesgo?
Los hombres son también:
- El 90 % de los autores de homicidios
- Y el 81 % de las víctimas de homicidio intencional en el mundo, según datos de UNODC (2021).
Sí. Los hombres matan más, pero también mueren más asesinados.
Son las principales víctimas en conflictos, peleas callejeras, ajustes de cuentas, crimen organizado.
Y nadie habla de esto.
- El 95 % de la población reclusa en España.
- Mayoría en adicciones severas: cocaína, alcohol, apuestas, y cada vez más, pornografía.
- Quienes menos acuden a terapia y más abandonan los tratamientos cuando se sienten confrontados emocionalmente.
Y mientras tanto, se sigue diciendo que “los hombres lo tienen más fácil”. ¿De verdad?
¿Dónde está el modelo?
La escritora Francesca Cavallo lo cuenta muy claro: entras en una tienda de regalos y lo ves enseguida. Para las niñas, cuentos, palabras, mensajes que les dicen “puedes cambiar el mundo”. Para los niños, espadas, camisetas de camuflaje, superhéroes mudos.
A ellas se les da imaginación. A ellos, músculo.

Estamos criando a los niños dentro de un vacío proyectivo: no hay relato para ellos.
No hay futuro que los nombre desde la ternura, desde la sensibilidad, desde el derecho a construir algo diferente.
Romana Andò, investigadora italiana, lo ha nombrado con precisión:
“la bestialización del adolescente varón”.
Se les percibe como amenaza antes de que puedan siquiera tener palabra.
Se les vigila. Se les castiga. Se sospecha de ellos más de lo que se cree en ellos.
Y no es que los niños no tengan emociones. Es que nadie les ha enseñado qué hacer con ellas.
Se les pide que se callen, que se porten bien, que sean fuertes.
Pero cuando explotan, entonces son “violentos”.
Cuando se aíslan, entonces son “raros”.
Cuando no encajan, entonces son “el problema”.
Y luego se preguntan por qué no confía en sí mismo, por qué se encierra en su cuarto con un videojuego, por qué se engancha a TikTok o se radicaliza en foros donde lo único que encuentra es odio.
¿Y si miramos el género como un puente?
Imagina que estamos construyendo un puente.
Uno que nos lleve de un mundo desigual a un mundo más justo.
Durante años, nos centramos, con razón, en reforzar uno de los pilares: el de las niñas, las mujeres, las voces históricamente silenciadas.
Era necesario. Urgente. Vital.
Pero mientras tanto, el otro pilar – el de los niños, los adolescentes varones – quedó sin relato, sin dirección, sin palabras.
Creímos que “ya estaban bien”. Que no necesitaban atención.
Que por haber tenido privilegios históricos, no necesitaban ahora que los mirásemos.
Y no.
El problema es que les quitamos el viejo guion, pero no les dimos uno nuevo.
No les ofrecimos una forma diferente de ser hombre.
Uno que no se base en callar, competir, poseer, resistir hasta romperse.
Y eso se ve en los detalles pequeños. En los pasillos del cole. En las tiendas de mochilas.
Si una niña quiere una mochila de Hulk o una camiseta de Spiderman, muchos padres lo celebran con orgullo:
“¡Mi hija no se deja llevar por los estereotipos! ¡Es fuerte, es libre!”
Pero si un niño quiere una cantimplora rosa con unicornios, la reacción suele ser otra.
“¿Estás seguro de que quieres esa? Seguro seguro, ¿eh?”
Y si se la compramos, lo hacemos con el miedo en la garganta.
Pensando en lo que le van a decir, en si lo van a insultar, en si se va a hacer pequeño por elegir algo que —según la norma— “no le toca”.
Ahí lo tienes.
La identidad de las niñas se expande. La de los niños se estrecha.
Y no por biología, sino por expectativa. Por miedo. Por códigos que aún no nos hemos atrevido a romper.

No les ofrecimos una forma diferente de ser hombre.
Uno que no se base en callar, competir, poseer, resistir hasta romperse. ¿El resultado?
Miles de chicos creciendo sin espejo.
Sin cuentos que les hablen de ternura, sin maestros que les digan “confío en ti”, sin familias que imaginen para ellos un futuro más allá del control o la fuerza.
Ese vacío es peligroso.
Porque cuando no hay relato, lo inventan otros.
Y a veces, quienes lo inventan lo hacen desde el resentimiento, la misoginia o la deshumanización del otro.
La manosfera es una muestra de eso. Pero no es el centro del problema.
El centro está en que a los niños no les estamos diciendo quiénes pueden llegar a ser.
Y eso, en un mundo que cambia tan rápido, es una forma de abandono.
Y las madres, ¿qué hacemos?
Quienes criamos a niños varones lo vemos en carne viva.
Los mandas al cole y te encuentras con una jungla donde si un niño empuja o golpea, algunos profes dicen: “están jugando”.
Donde si tu hijo no responde con la misma violencia, lo toman por débil.
Y tú, que quieres educarlo en la empatía y en el diálogo, acabas en la contradicción de decirle:
“Si te pegan, pégales más fuerte. Así no te tocarán más.”
¿Y cómo explicarle que esa estrategia de supervivencia no lo convierta en aquello que justo quieres evitar?

Nos quedamos sin herramientas. Sin referentes. Sin red.
Y esa es la prueba más clara de que no hay un relato educativo potente para los niños.
Hay normas, hay castigos, hay clichés.
Pero no hay relato.
Si hay mensaje para niñas, tiene que haber uno nuevo para niños
Esto no va de “pobres hombres”.
Va de niños reales que están creciendo sin referencias, sin escucha, sin proyecto.
Va de niños que serán adultos.
Adultos que luego nos costará sostener en consulta porque nadie les habló a tiempo.
El feminismo ha hecho muchísimo por las niñas.
Ahora necesitamos que la pedagogía, la política, la clínica y las familias den un paso más.
Y empiecen a preguntarse:
¿Qué mensaje estamos dando a los niños?
¿Dónde están los cuentos que les hablen de ternura, de vulnerabilidad, de comunidad?
¿Dónde está la confianza en ellos?
Porque si no construimos esa esperanza, la construirán otros.
Y a veces, lo que construyen se parece demasiado al abismo.
Si estás criando a un hijo varón, o si trabajas con adolescentes que están buscando quiénes pueden llegar a ser, tal vez ha llegado el momento de revisar también cómo los estamos acompañando.
En consulta trabajamos con madres, padres y adolescentes que quieren construir algo distinto.
Otro relato, otra manera de criar, otra forma de estar en el mundo sin tener que esconderse, endurecerse o romperse. Contáctanos aquí
Tenía que decirse y ha sido dicho. No puedo estar más de acuerdo.
Un artículo con las ideas para empezar los cambios. Gracias por compartir el mensaje.
Marvin Mayorga Norori
Psicólogo clínico y forense de Nicaragua